“”Palita”, tal era su apodo,
solía sonreír muy poco y reír casi nunca. Llegaba a la escuela muy temprano
siempre sobre su vistosa bicicleta “balona” de color celeste metalizado, a la
que trataba con esmero obsesivo. La había adornado con cintas de colores
diversos que colgaban de dos enormes espejos colocados en el manubrio. Tenía
luces y “ojos de gato” por todas partes incluso se alumbraba de noche con un
faro alimentado con una dínamo. También lucía una luz posterior y jamás se
permitía apoyarla a las paredes para lo que tenía colocado un parador a resorte
que la sostenía por la eje central, así
evitaba que se dañen las manoplas o el forro del asiento al recostarla.
No me había contado si le había
puesto algún nombre pero quiero suponer que lo había hecho. No podía ser de
otra manera.
Siempre estaba impecablemente
vestido, con camisas blancas de mangas largas, -con los puños desprendidos- cuello
alto, jean y zapatillas. Cuidaba su aspecto y sus formas como de su “bici”.
Respetaba a todos y participaba muy poco de las actividades sociales.
Había accedido a la escuela para
adultos después de mucho tiempo de ausencia. Ya estaba en los grados superiores
de la escuela primaria, por lo que se le asignó 3ª Etapa de las escuelas para
jóvenes y adultos. Se advertía que era aplicado y responsable con sus tareas y
le dedicaba a los estudios más tiempo que el que seguramente le daban sus
compañeros. Y lo que era muy agradable aún para los docentes, era que se
comportaba como un “señor”.
Se acercaba en silencio al
escritorio donde yo esperaba a los alumnos. Me saludaba afectuosamente pero
evitaba extender su mano para saludar.
Charlábamos de cosas simples, de fútbol –lo
apasionaba y era hincha de River- de la familia que tenía, muy numerosa por
cierto. De sus hermanas y hermanos hasta que arribaban sus compañeros y buscaba
su asiento, siempre en el mismo lugar junto a la ventana del fondo.
Su padre era empleado Municipal
de trabajos rudos y de trato más rudo aún. Es fácil imaginar que en una
vivienda familiar, de los barrios que construyen los sucesivos gobiernos, no
debe ser fácil acomodar una familia de diecisiete personas entre grandes y
chicos. Poner la mesa y hacer que todos lleven un bocado a la boca.
Seguramente eso explicaba los
reiterados castigos a los que sometía su padre a él y sus hermanos.. Palita
renegaba de ello y reconocía que varias veces hubo peleas en la familia en
razón de la ingesta de alcohol -especialmente por parte del progenitor- que
siempre culminaba en una reacción de sus hermanos mayores cuando amenazaba a su
madre.
Así, casi con monosílabos, fuimos
construyendo una idea de su historia familiar y una hermosa amistad durante ese primer año compartido que preservábamos casi con egoísmo.
Su gesto adusto era una constante
y era un desafío para mí arrancarle alguna carcajada o una risa distendida. Y,
aunque a veces lo lograba, mantenía siempre una virtual distancia con todos -yo
incluído– y para con los compañeros,
incluso con uno de sus diez hermanos que asistía a la escuela.
¿Era un chico serio o era un
chico triste?
Era el verano del año ·81, y el
calor empujaba a todos bajo la sombra de los árboles o a la laguna más cercana.
Palita vivía a escasos metros del Riacho Barranqueras y con toda la barra de
chicos se acercaban a zambullirse en sus aguas buscando refrescarse. Los juegos
no estaban exentos y los riesgos tampoco. De allí las reiteradas
recomendaciones de sus progenitores respecto de las profundidades del curso de
agua por el que transitaban barcos y balsas de calado diverso.
Cada tanto se sucedían las
crecientes -períodos de cinco o diez años- por lo que se había dispuesto la
construcción de un sistema integral de defensas contra inundaciones, un anillo
de terraplén de enorme altura que preservaba a la ciudad del riesgo de
aquellas, sobre todo a las familias más humildes que vivían en las cercanías
del rio.
Su altura era tal que desde el
barrio ya no se veía el río. Solo una enorme pared de suelo que se esperaba
sirviera a sus propósitos. Las aguas de lluvias se quitarían desde las zonas
bajas con equipos de bombeo de enorme caudal por encima del mismo terraplén.
La línea de alta tensión que pasaba sobre él iba hacia
la toma, lugar de la costa donde tenía lugar el bombeo con equipos de norme
caudal -y que le daba al barrio su nombre- hacia los piletones de decantación
desde donde la empresa estatal alimentaba todo el sistema de distribución de agua
potable a media provincia acueducto mediante, había quedado a baja altura respecto de la rasante del muro de
suelo.
Aún así, nadie podía imaginar que
allí tendría -días después– lugar una tragedia. Nadie que no conociera a los
chicos de las barriadas.
La gomera y las boleadoras de
alambre y bochas de plomo en los extremos, eran algunos de tantos “juguetes”
peligrosos que esgrimían los chicos en sus juegos. La proximidad de la red de
alta tensión, ahora a pocos metros de altura, fue una tentación. Se repitieron
los intentos una y otra vez, hasta que lograron enredar las boleadoras. Los
alambres puentearon las faces y las explosiones y los chispazos sonaron como
estampidos; primero como corolario de la osadía. Después de la diversión la
sorpresa y el asombro. Alguien gritó de dolor y todos entraron en pánico.
Palita, alcanzado por la descarga, quedó
desvanecido en el suelo.
Enseguida llegaron los vecinos alertados
por los gritos en ayuda de los chicos que lloraban desconsolados y aturdidos.
Corrieron a socorrer a Palita que no se movía y permanecía boca abajo a varios
metros del episodio. Solo cuando lo dieron vuelta tuvieron real dimensión de la
tragedia. Pudieron ver que las manos, parte de los brazos, el cuello -justo
debajo del mentón- y el pecho despellejados y en carne viva. La piel había
desaparecido como si nunca hubiera
estado allí.
Estaba casi sin vida cuando lo
auxiliaron para llevarlo al hospital donde apenas reaccionó y en virtud de las
quemaduras en todo el cuerpo, se dispuso el traslado al Instituto del Quemado
en Buenos Aires. Allí permaneció mucho
tiempo, tanto que ya ni lo recordaba. Se hizo amigo de todos en el hospital y
de a poco fue recuperándose en la medida de lo posible. Se sucedieron los
injertos de piel –uno tras otro- para devolverle su aspecto a las áreas
dañadas. Seguramente, pocos reparaban entonces en lo que sobrevendría. Lo
importante era su recuperación, y eso iba produciéndose.
A su regreso, nada le fue fácil.
Las dificultades en el seno de la familia, los reproches, los castigos fueron
forjando el gesto adusto y de tristeza que lucía ahora. Las cicatrices fueron tomando un aspecto difícil de explicar y de
aceptar, al menos para él. Se
convirtieron en escamas o cascarones que impresionaban y que él sabía ocultar
muy bien bajo las mangas de la camisa o el cuello levantado. Nunca lucía
playeras o prendas que dejaban partes afectadas del cuerpo al descubierto.
Las atenciones de que disfrutaba
cuando permanecía internado, quedaron atrás una vez que hubo regresado. Su vida
fue recuperando las rutinas y lo único que no estaba dispuesto a recuperar era
su asistencia al colegio. El hogar era su mejor refugio y poco podían hacer sus
familiares por sacarlo de su ostracismo. Pasaba horas solo en su habitación que
–aunque compartida- fue ganando para sí con gestos de agresividad creciente. Los hermanos se fueron alejando y enseguida
se ganó la indiferencia de todos o el maltrato en el seno familiar.
Ya era uno más, aunque haya pasado por todo aquello y debería convivir –o aprender a convivir- con todas las
cicatrices visibles, por el resto de sus días. Las visibles y las que le fueron
minando el alma.
Desde su regreso a la escuela, sus
progresos fueron evidentes. Su trato distante y huraño con docentes o
compañeros fueron cediendo. De a poco se lo veía discurrir con algunos y solo
las “chicas” quedaban a buena distancia de su humor. Se podía decir que estaba más
sociable y –en apariencia- de mejor
ánimo.
Los viernes habíamos coincidido -con
las autoridades y los colegas- en la necesidad de organizarles a los alumnos
alguna comida que les ayudara a sortear un largo fin de semana con muchas
privaciones. Solían sostenerse a mate dulce; algunos con lo que habían logrado
pescar de lo que luego algo vendían y lo que les obligaba a pasar las noches embarcados.
Dispusimos que fuera un guiso de
arroz con menudos de pollo, lo que seguramente no era cosa frecuente en sus
mesas, algunas papas que acercaban los docentes, algún alumno, cebollas,
zanahorias y todo lo que supone un buen guisado.
Yo sería el chef del primer
intento y fue tal el éxito que en lo sucesivo, los propios chicos con nuestra
ayuda ensayaban en la cocina y se sentían felices de hacerlo.
Adivinábamos que eso sucedería.
Había familias muy carecientes de todo, incluído el afecto. Después, no
faltaban jamás los días viernes para nuestro placer y la de todos.
Al regreso, los días lunes de la
semana siguiente, siempre tenían cosas para contar. Por lo general eran de tinte violento, ya sea por las peleas entre los
jóvenes, en algún cumpleaños o fiesta que hubiera en el barrio o porque
sencillamente disfrutaban en hacerlas. Los encuentros deportivos acababan en el
hospital para algunos, y en sede policial para el resto. Era una convivencia
cada vez más difícil de restablecer o llevar a la normalidad.
La ausencia a clases de alguno de
ellos, siempre se vinculaba a cuestiones como las apuntadas. Bastaba con
preguntar y ver en la mirada de los presentes, el temor “a contarlo” por
posibles represalias o sencillamente porque habían sido parte de la refriega y
salvaron sus pellejos. Los extrañaba y durante los días sin clases, siempre
pensaba en ellos. De algún modo uno se mete en sus vidas y sufre o ríe con
ellos.
Sonó el teléfono y alguno de los
hijos atendió;
-Papá ¡es para vos!- me dijo.
-Quién es – pregunté y sólo balbuceó algo como de un accidente de
un alumno tuyo. Llegué al teléfono con
el temor de siempre y desee que no haya sido nada grave.
Del otro lado de la línea alguien
que no dio su nombre me gritaba:
-¡Palita! Profe… ¡Palita se mató!
…se mató ! dijo y colgó.
Tardé unos pocos minutos en reaccionar
y solo unos mas en llegar al barrio. Desde la casa de mi amigo “Palita” me
hicieron señas para que continuara por
el costado del terraplén. Vi que todos lloraban y se abrazaban y algunos chicos
corrían al lado del auto tratando de ponerme al tanto de lo sucedido.
Iba como aturdido con la vista
perdida buscando el lugar de la
tragedia. Pensaba mil cosas a la vez y –pese a que sabía el final- rogaba que no sea cierto. Las luces del móvil
policial me devolvieron a la realidad.
Su presencia respondía –seguramente- a lo acontecido con “Palita”.
Cuando me detuve y bajé del auto
vi algunas carrocerías de autos viejos oxidándose entre los yuyos. En un claro
de gramilla muy corta preservado con cintas policiales, vi el cuerpo boca
debajo de mi amigo. Estaba sin camisa y las cicatrices estaban al descubierto.
Eran impresionantes…
-¿Qué pasó, oficial?-pregunté.
-Se ahorcó con un cable de la
carrocería aquella que se ve allí- me dijo. Se ve que se ató y se dejó caer con
su peso y no hizo nada por evitarlo.
-Pero…murmuré.
El oficial atribuyó tamaña
determinación a una pelea que tuvo con su padre por la bicicleta. Los hermanos
se la habían usado sin su autorización lo que lo enojó muchísimo. Para colmo -agregó-
estaban tomando y llovieron las bromas pesadas y algunas burlas. Y no lo
soportó.
Para terminar, y como si ya no
fuera suficiente para lastimar a Pala, la
desarmó, y se la colgó de un gajo de un
paraíso en el patio de la casa.
Contaban que Pala no dijo ni una
sola palabra. Se hizo de un grueso cable eléctrico y salió de la casa a paso
firme. Nadie imaginó adónde ni nadie tampoco se lo preguntó…
El absurdo de los absurdos
terminó con la vida de mi amigo, de un hijo, de una persona entrañable.
Le pedí que lo dieran vuelta y
entonces le vi el rastro del cable ceñido a su cuello. Los ojos extraviados,
fuera de sus órbitas, pero casi sin un gesto de dolor.
Sentí que las lágrimas me rodaban
por las mejillas y un sabor amargo me inundó la boca. Yo sabía que algo podía
sucederle. Jamás pensé que fuera algo así. Y había elegido un lugar próximo al
del accidente que le marcara la vida para siempre. Y un cable…
En ocasiones los maestros
logramos granjearnos el afecto de alguien que notamos que lo precisa. Nos
acercamos lo más posible casi sin que se diera cuenta. Esto
ocurre y se logra solo después de mucho tiempo y de mucha paciencia. Lo
hacemos porque lo sentimos como a un hijo que nos necesita pero no sabemos si
lo hacemos bien. Lo hacemos…
Cuando uno comprende que pudo
ayudar y no lo hizo; que nos metimos en sus vidas para saberlo todo
pero no nos dejan o no supimos cómo; cuando
sabemos que en sus propias casas duermen con el enemigo y uno no pudo llegar a
tiempo se nos clava una pena que nos
acompaña por el resto de nuestras vidas.
Desde entonces, toda vez que veo rodar una bicicleta semejante a la de
Palita, imagino a mi amigo llegando al portal de la escuela, dejarla donde
siempre y decir con voz pausada:
-¡Hola Profe! ¿Vió que ganó Ríver?