viernes, 19 de septiembre de 2014

LA BICICLETA

“”Palita”, tal era su apodo, solía sonreír muy poco y reír casi nunca. Llegaba a la escuela muy temprano siempre sobre su vistosa bicicleta “balona” de color celeste metalizado, a la que trataba con esmero obsesivo. La había adornado con cintas de colores diversos que colgaban de dos enormes espejos colocados en el manubrio. Tenía luces y “ojos de gato” por todas partes incluso se alumbraba de noche con un faro alimentado con una dínamo. También lucía una luz posterior y jamás se permitía apoyarla a las paredes para lo que tenía colocado un parador a resorte que  la sostenía por la eje central, así evitaba que se dañen las manoplas o el forro del asiento al recostarla.

No me había contado si le había puesto algún nombre pero quiero suponer que lo había hecho. No podía ser de otra manera.

Siempre estaba impecablemente vestido, con camisas blancas de mangas largas, -con los puños desprendidos- cuello alto, jean y zapatillas. Cuidaba su aspecto y sus formas como de su “bici”. Respetaba a todos y participaba muy poco de las actividades sociales.

Había accedido a la escuela para adultos después de mucho tiempo de ausencia. Ya estaba en los grados superiores de la escuela primaria, por lo que se le asignó 3ª Etapa de las escuelas para jóvenes y adultos. Se advertía que era aplicado y responsable con sus tareas y le dedicaba a los estudios más tiempo que el que seguramente le daban sus compañeros. Y lo que era muy agradable aún para los docentes, era que se comportaba como  un “señor”.

Se acercaba en silencio al escritorio donde yo esperaba a los alumnos. Me saludaba afectuosamente pero evitaba extender su mano para saludar.

 Charlábamos de cosas simples, de fútbol –lo apasionaba y era hincha de River- de la familia que tenía, muy numerosa por cierto. De sus hermanas y hermanos hasta que arribaban sus compañeros y buscaba su asiento, siempre en el mismo lugar junto a la ventana del fondo.

Su padre era empleado Municipal de trabajos rudos y de trato más rudo aún. Es fácil imaginar que en una vivienda familiar, de los barrios que construyen los sucesivos gobiernos, no debe ser fácil acomodar una familia de diecisiete personas entre grandes y chicos. Poner la mesa y hacer que todos lleven un bocado a la boca.

Seguramente eso explicaba los reiterados castigos a los que sometía su padre a él y sus hermanos.. Palita renegaba de ello y reconocía que varias veces hubo peleas en la familia en razón de la ingesta de alcohol -especialmente por parte del progenitor- que siempre culminaba en una reacción de sus hermanos mayores cuando amenazaba a su madre.

Así, casi con monosílabos, fuimos construyendo una idea de su historia familiar y una hermosa amistad  durante ese primer año compartido  que preservábamos casi con egoísmo.

Su gesto adusto era una constante y era un desafío para mí arrancarle alguna carcajada o una risa distendida. Y, aunque a veces lo lograba, mantenía siempre una virtual distancia con todos -yo incluído– y para con  los compañeros, incluso con uno de sus diez hermanos que asistía a la escuela.
¿Era un chico serio o era un chico triste?  

Era el verano del año ·81, y el calor empujaba a todos bajo la sombra de los árboles o a la laguna más cercana. Palita vivía a escasos metros del Riacho Barranqueras y con toda la barra de chicos se acercaban a zambullirse en sus aguas buscando refrescarse. Los juegos no estaban exentos y los riesgos tampoco. De allí las reiteradas recomendaciones de sus progenitores respecto de las profundidades del curso de agua por el que transitaban barcos y balsas de calado diverso.
Cada tanto se sucedían las crecientes -períodos de cinco o diez años- por lo que se había dispuesto la construcción de un sistema integral de defensas contra inundaciones, un anillo de terraplén de enorme altura que preservaba a la ciudad del riesgo de aquellas, sobre todo a las familias más humildes que vivían en las cercanías del rio.

Su altura era tal que desde el barrio ya no se veía el río. Solo una enorme pared de suelo que se esperaba sirviera a sus propósitos. Las aguas de lluvias se quitarían desde las zonas bajas con equipos de bombeo de enorme caudal por encima del mismo terraplén.

La línea  de alta tensión que pasaba sobre él iba hacia la toma, lugar de la costa donde tenía lugar el bombeo con equipos de norme caudal -y que le daba al barrio su nombre- hacia los piletones de decantación desde donde la empresa estatal alimentaba todo el sistema de distribución de agua potable a media provincia acueducto mediante, había quedado a baja  altura respecto de la rasante del muro de suelo.

Aún así, nadie podía imaginar que allí tendría -días después– lugar una tragedia. Nadie que no conociera a los chicos de las barriadas.
La gomera y las boleadoras de alambre y bochas de plomo en los extremos, eran algunos de tantos “juguetes” peligrosos que esgrimían los chicos en sus juegos. La proximidad de la red de alta tensión, ahora a pocos metros de altura, fue una tentación. Se repitieron los intentos una y otra vez, hasta que lograron enredar las boleadoras. Los alambres puentearon las faces y las explosiones y los chispazos sonaron como estampidos; primero como corolario de la osadía. Después de la diversión la sorpresa y el asombro. Alguien gritó de dolor y todos entraron en pánico. Palita, alcanzado por la descarga,  quedó desvanecido en el suelo.

Enseguida llegaron los vecinos alertados por los gritos en ayuda de los chicos que lloraban desconsolados y aturdidos. Corrieron a socorrer a Palita que no se movía y permanecía boca abajo a varios metros del episodio. Solo cuando lo dieron vuelta tuvieron real dimensión de la tragedia. Pudieron ver que las manos, parte de los brazos, el cuello -justo debajo del mentón- y el pecho despellejados y en carne viva. La piel había desaparecido como si nunca  hubiera estado allí.

Estaba casi sin vida cuando lo auxiliaron para llevarlo al hospital donde apenas reaccionó y en virtud de las quemaduras en todo el cuerpo, se dispuso el traslado al Instituto del Quemado en Buenos Aires.  Allí permaneció mucho tiempo, tanto que ya ni lo recordaba. Se hizo amigo de todos en el hospital y de a poco fue recuperándose en la medida de lo posible. Se sucedieron los injertos de piel –uno tras otro- para devolverle su aspecto a las áreas dañadas. Seguramente, pocos reparaban entonces en lo que sobrevendría. Lo importante era su recuperación, y eso iba produciéndose.

A su regreso, nada le fue fácil. Las dificultades en el seno de la familia, los reproches, los castigos fueron forjando el gesto adusto y de tristeza que lucía ahora. Las cicatrices fueron  tomando un aspecto difícil de explicar y de aceptar, al menos para él.  Se convirtieron en escamas o cascarones que impresionaban y que él sabía ocultar muy bien bajo las mangas de la camisa o el cuello levantado. Nunca lucía playeras o prendas que dejaban partes afectadas del cuerpo al descubierto.

Las atenciones de que disfrutaba cuando permanecía internado, quedaron atrás una vez que hubo regresado. Su vida fue recuperando las rutinas y lo único que no estaba dispuesto a recuperar era su asistencia al colegio. El hogar era su mejor refugio y poco podían hacer sus familiares por sacarlo de su ostracismo. Pasaba horas solo en su habitación que –aunque compartida- fue ganando para sí con gestos de agresividad creciente.  Los hermanos se fueron alejando y enseguida se ganó la indiferencia de todos o el maltrato en el  seno  familiar.

 Ya era uno más,  aunque haya pasado por todo aquello y  debería convivir  –o aprender a convivir- con todas las cicatrices visibles, por el resto de sus días. Las visibles y las que le fueron minando el alma.

Desde su regreso a la escuela, sus progresos fueron evidentes. Su trato distante y huraño con docentes o compañeros fueron cediendo. De a poco se lo veía discurrir con algunos y solo las “chicas” quedaban a buena distancia de su humor. Se podía decir que estaba más sociable y –en apariencia- de  mejor ánimo.

Los viernes habíamos coincidido -con las autoridades y los colegas- en la necesidad de organizarles a los alumnos alguna comida que les ayudara a sortear un largo fin de semana con muchas privaciones. Solían sostenerse a mate dulce; algunos con lo que habían logrado pescar de lo que luego algo vendían y lo que les obligaba a pasar las noches embarcados.

Dispusimos que fuera un guiso de arroz con menudos de pollo, lo que seguramente no era cosa frecuente en sus mesas, algunas papas que acercaban los docentes, algún alumno, cebollas, zanahorias y todo lo que supone un buen guisado.

Yo sería el chef del primer intento y fue tal el éxito que en lo sucesivo, los propios chicos con nuestra ayuda ensayaban en la cocina y se sentían felices de hacerlo.
Adivinábamos que eso sucedería. Había familias muy carecientes de todo, incluído el afecto. Después, no faltaban jamás los días viernes para nuestro placer y la de todos.

Al regreso, los días lunes de la semana siguiente, siempre tenían cosas para contar.  Por lo general eran de tinte  violento, ya sea por las peleas entre los jóvenes, en algún cumpleaños o fiesta que hubiera en el barrio o porque sencillamente disfrutaban en hacerlas. Los encuentros deportivos acababan en el hospital para algunos, y en sede policial para el resto. Era una convivencia cada vez más difícil de restablecer o llevar a la normalidad.

La ausencia a clases de alguno de ellos, siempre se vinculaba a cuestiones como las apuntadas. Bastaba con preguntar y ver en la mirada de los presentes, el temor “a contarlo” por posibles represalias o sencillamente porque habían sido parte de la refriega y salvaron sus pellejos. Los extrañaba y durante los días sin clases, siempre pensaba en ellos. De algún modo uno se mete en sus vidas y sufre o ríe con ellos.

Sonó el teléfono y alguno de los hijos atendió;

-Papá ¡es para vos!- me dijo.
-Quién es – pregunté  y sólo balbuceó algo como de un accidente de un alumno tuyo. Llegué al teléfono con  el temor de siempre y desee que no haya sido nada grave.
Del otro lado de la línea alguien que no dio su nombre me gritaba:
-¡Palita! Profe… ¡Palita se mató! …se mató !  dijo y colgó.

Tardé unos pocos minutos en reaccionar y solo unos mas en llegar al barrio. Desde la casa de mi amigo “Palita” me hicieron señas para que continuara  por el costado del terraplén. Vi que todos lloraban y se abrazaban y algunos chicos corrían al lado del auto tratando de ponerme al tanto de lo sucedido.

Iba como aturdido con la vista perdida buscando  el lugar de la tragedia. Pensaba mil cosas a la vez y –pese a que sabía el final- rogaba  que no sea cierto. Las luces del móvil policial me devolvieron a  la realidad. Su presencia respondía –seguramente- a lo acontecido con “Palita”.

Cuando me detuve y bajé del auto vi algunas carrocerías de autos viejos oxidándose entre los yuyos. En un claro de gramilla muy corta preservado con cintas policiales, vi el cuerpo boca debajo de mi amigo. Estaba sin camisa y las cicatrices estaban al descubierto. Eran impresionantes…

-¿Qué pasó, oficial?-pregunté.
-Se ahorcó con un cable de la carrocería aquella que se ve allí- me dijo. Se ve que se ató y se dejó caer con su peso y no hizo nada por evitarlo.
-Pero…murmuré.
El oficial atribuyó tamaña determinación a una pelea que tuvo con su padre por la bicicleta. Los hermanos se la habían usado sin su autorización lo que lo enojó muchísimo. Para colmo -agregó- estaban tomando y llovieron las bromas pesadas y algunas burlas. Y no lo soportó.

Para terminar, y como si ya no fuera suficiente para  lastimar a Pala, la desarmó,  y se la colgó de un gajo de un paraíso en el patio de la casa.

Contaban que Pala no dijo ni una sola palabra. Se hizo de un grueso cable eléctrico y salió de la casa a paso firme. Nadie imaginó adónde ni nadie tampoco se lo preguntó… 

El absurdo de los absurdos terminó con la vida de mi amigo, de un hijo, de una persona entrañable.
Le pedí que lo dieran vuelta y entonces le vi el rastro del cable ceñido a su cuello. Los ojos extraviados, fuera de sus órbitas, pero casi sin un gesto de dolor.

Sentí que las lágrimas me rodaban por las mejillas y un sabor amargo me inundó la boca. Yo sabía que algo podía sucederle. Jamás pensé que fuera algo así. Y había elegido un lugar próximo al del accidente que le marcara la vida para siempre. Y un cable…

En ocasiones los maestros logramos granjearnos el afecto de alguien que notamos que lo precisa. Nos acercamos lo más posible casi sin que se diera cuenta.  Esto  ocurre y se logra solo después de mucho tiempo y de mucha paciencia. Lo hacemos porque lo sentimos como a un hijo que nos necesita pero no sabemos si lo hacemos bien. Lo hacemos…

Cuando uno comprende que pudo ayudar y  no lo hizo;  que nos metimos en sus vidas para saberlo todo pero no nos dejan o no supimos cómo;  cuando sabemos que en sus propias casas duermen con el enemigo y uno no pudo llegar a tiempo  se nos clava una pena que nos acompaña por el resto de nuestras vidas.

Desde entonces, toda vez que  veo rodar una bicicleta semejante a la de Palita, imagino a mi amigo llegando al portal de la escuela, dejarla donde siempre y decir con voz pausada:
-¡Hola Profe!  ¿Vió que ganó Ríver?