viernes, 25 de enero de 2013

OLOR A VIEJO



Cuando en una sociedad  los niños y los viejos parecen sobrar,  Lo extraño  es que no lo advertimos cuando la vida nos sonríe o como si la ventura fuese eterna. Abuelos sólo acompañados de su sombra,  de su bastón  y de sus recuerdos;  niños que deambulan por la calles, hurgando  en la basura buscando restos de comida para el “desayuno” de ese día o pidiendo “limosnas”, las  que van a servir -tal vez-  para que sus progenitores sacien sus vicios  y den rienda suelta a sus placeres más reprochables  o desaten sus instintos,  deleznables  y oscuros, de los que en ocasiones son los pequeños sus  víctimas.  Suponer que “a nosotros no nos va a tocar”, es propio de ilusos.  Los ejemplos sobran y, a diario, se dan situaciones que nos duelen y nos agreden de alguna forma. Porque no  echarle una mirada a la  convivencia para preparar una  mejor para nuestros hijos?

 

Aquél salón era reducido para la concurrencia  de ese día tan gris de julio. Se acomodaban  como podían  en una larga fila que recorría en espiral el espacio disponible.  Hacía un frío poco frecuente y  –tal vez por eso-  buscaban abrigarse apretándose entre sí y evitaban que alguno deba esperar sobre la acera.  Al  menos eso parecía.
Toda vez que la puerta se abría, un murmullo generalizado reclamaba: ¡“que cierren la puerta”!  y ponían sus ojos en la entrada  como si con ello  podrían ayudar a hacerlo lo más rápido posible. De tanto en tanto, el arribo de algún conocido desataba en los presentes una catarata de ironías diversas y chistes muy ocurrentes que encendían las sonrisas y carcajadas en la gran mayoría, especialmente entre los hombres. 
Eran personas de la “tercera edad”, ya jubilados, de muy buen talante, que venían en procura de recetas, órdenes médicas alguna consulta afín a los servicios que prestaba el  organismo o solo buscando un poco de contención. O una manera de entretenerse… porque no?
A esa edad -por lo general- los “abuelos” están “huérfanos” de hijos. O porque se han marchado para escribir su propia historia;  porque no los tuvieron  o sencillamente los han olvidado. Lo cierto es que, cuando lo huesos comienzan a doler, nadie está fuera de casa -por placer- en días tan  crudos.
 Charlaban animadamente con quien lo precedía o quien esperaba detrás de sí, tratando de pasar un tiempo  de  espera  que en ocasiones,  eran demasiado extensos  para los viejos.  Mansos y cautelosos, jamás harían un reclamo a viva voz y eso “tranquilizaba” a los numerosos funcionarios públicos que los recibían detrás del mostrador y que manejaba a voluntad el ritmo de las atención.
Los abuelos esperan que la “cola” avance y les llegue su  turno para regresar a casa. Nunca faltaban a esa cita. Allí quebraban su soledad al menos por una jornada y  era quizás, una de las razones por las que superaban cualquier esfuerzo por estar. Solamente unos pocos se acompañaban de algún familiar, dama de compañía o vecino muy bien dispuesto.
Entre ellos, correteando entre las filas, una niña de no más de once años de un extremo a otro “tocando” las manos de todos -como en aquel recordado juego- para regresar de inmediato a la cabecera para volver a comenzar.  Su actitud iluminaba el recinto  en el que solo cabían ojos cansados y la calma del tiempo maduro.
Nadie se negaba y, a la vez que le sonreían, murmuraban sobre sus cabellos enrizados, su gracia e inocencia. Unos pocos ensayaban una broma para sorprenderla escondiéndose a su turno o dándole la espalda. La pequeña reía complaciente y seguía su propósito.
La madre la veía jugar con sus “sus abuelos”. Orgullosa –y con razón-  pensaba en la admiración y el afecto que ella prodigaba a su propio abuelo y al que perdiera unos meses atrás.
Como siempre ella lo acompañaba a este lugar –y lo hacía con sumo agrado-  todo le era muy familiar.
Las manos arrugadas de los viejos le recordaban a las de su “Nono”.  Caminaba aferrada a ellas mientras oía viajas  historias y cuentos que jamás olvidaría.
La corriente de aire helado volvió a ganar el salón. El anciano que trataba de superar uno de los peldaños  de la puerta sostenía el bastón de caña con una mano y, con la otra, empujaba la hoja de vidrio que se resistía. Su renguera tampoco ayudaba. Algunos comenzaban a inquietarse –y hasta molestarse- y todos miraban hacia allí y murmuraban sin atinar a nada.
Era evidente que no lo lograría pero aún así, nadie de los presentes dejó su lugar para ir en su ayuda. Ni los más jóvenes ni los propios viejos en condiciones similares. Los funcionarios, no se daban por enterados y disimulaban su indiferencia “escribiendo” o “abriendo armarios” vacíos.
La pequeña detuvo su “recorrida” advertida de que algo ocurría. Se acercó a la puerta y vio al abuelo que trataba infructuosamente de entrar.
Se acercó a él y le tendió la mano mientras trataba de sostener la puerta abierta con su espalda.  
      -Fuerza, abuelo!  le dijo. El anciano levanto los ojos y la miró agradecido. Entre ambos  lograron ingresar y tranquilizar a todos. ”Nina” siguió aferrada a su mano y se abrió  paso entre los presentes para acercarlo al mostrador principal.
El abuelo daba pasos temerosos y breves y, mientras avanzaba por medio del salón,  las filas se abrían  facilitándole la tarea. Por lo bajo algunos murmuraban cosas que la niña no podía percibir mientras se llevaban la mano a la nariz… El olor era intenso  y fue ganando el ambiente conforme ingresaba.
Olía a soledad, a tiempo. A bolsillos flacos, a tristeza. Respiraba ausencias y nostalgia. A barrio humilde y a polvo de calles olvidadas.  A manos tiesas… y torpes. A orín inoportuno. A desesperanza…a silencios prolongados.  A invierno de fogones interminables con la sola compañía de algún  perro rescatado de la calle y algún gato que le retaceaba fidelidad y solía dormir sobre sus pies.
El viejo traje despuntaba roturas y amarillos de otoño. Gastado por todas partes y con el último lavado en sus tiempos mozos. Tal vez un poco antes…Todo eso explicaba ese “olor a viejo” que Nina perdonaba con inocencia y  disimulaba con madurez.
Ya en el mostrador, algunos empleados -tan parsimoniosos por lo general-  apuraron la atención del abuelo para liberarlos de tamaña incomodidad. Nadie entonces se mostró ni posesivo ni molesto por la deferencia para con el recién llegado. No fueron inflexibles ni con los turnos ni nada que se le parezca. Todos exhibían una  actitud “muy generosa” y desinteresada.
Nina  no se apartaba de él. De pronto giró sobre sí y pudo ver que todos los observaban en silencio como a personas extrañas.  El abuelo, con el trámite finalizado,  dijo por lo bajo:
 --Vamos nena. Ya he terminado. Acompáñame hasta la puerta.
Nina  se aferró con sus dos manecillas a la de su “abuelo” y buscó la salida. Le brillaban los ojitos. De pronto se detuvo:
--Mi verdadero abuelo se fue al cielo hace unos pocos meses- dijo en voz alta. Desde entonces, toda vez que veo a un anciano, siento que es él que regresa a casa para contarme los mismos cuentos –sentada en su regazo- y hasta  quedarme dormida.  A veces despertaba y descubría que rizaba mis cabellos casi sin darse cuenta.  Descubría que lloraba por debajo de sus enormes anteojos y murmuraba algo que no entendía pero que imagino.
-Todos son mis abuelos, ustedes y él, no importa que huelan mal ni que luzcan  un traje viejo. Sus manos tienen la misma calidez que las de mi abuelo y  las de ustedes. Y aquéllos que aun las lucen espléndidas, también las verán ajadas algún día. Y tendrán nietos -si ya nos los tienen- a los que amarán como él decía amarme.  Y se sentirán solos e indefensos  como hoy lo está este abuelo porque en la casa “todos tienen cosas que hacer”.
- Verán pasar la vida por la ventana de cada día, esperando la noche, para dormir –tal vez-el último sueño;  por eso –solo por eso- es que no puedo entender a los hijos que los abandonan, a los nietos que no los disfrutan, a los vecinos que les son indiferentes, a la sociedad que los olvida y a los gobiernos que los excluyen.
El silencio de la sala podía tocarse…Uno de los presentes golpeó sus manos reconociendo las palabras de la joven como propias y tras eso, un estruendo de aplausos  se dejó oír por algunos minutos con un entusiasmo contagioso.
La pequeña  no pudo contener el llanto y, en sollozos, agregó: -porque al final de cuentas…la vejez es el precio de estar con vida…!

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