miércoles, 5 de agosto de 2009

"Pobre hijo mío"

-Pobre hijo mío-

Fue lo último que escuché decir a papá. Junto a la cama, estaba mi hermana tomándolo de la mano. Eduardo permanecía de pie pegado al respaldo de aquel lecho que habíamos improvisado buscando aliviar ese intenso dolor que lo atormentaba desde hacía ya varios días, sin quitarle la vista de encima y como esperando aquel momento fatal.
Por la ventana que estaba a sus espaldas entraba la luz que iluminaba tenuemente una escena que todos sabíamos habría de presentarse y que sin embargo acaba por sorprendernos.
Permanecíamos en silencio como revisando nuestro pasado de discordias y desencuentros. Nadie decía nada, al menos en voz alta. Mi hermana oraba por lo bajo mientras acariciaba las cuentas del rosario que sostenía.
Papá, parecía haber esperado hasta el último aliento de vida para vernos a los tres juntos y, una vez que estuvimos así, comenzó a respirar mas espaciadamente, más profundo, más lentamente. Luego se dejó morir...

-Se apaga- dijo María del Carmen...

Iban a ser las quince horas, no recuerdo bien...Quedó mirando el fondo de las cosas y, sin una sola queja -nunca lo oí hacerlo- se fue quedando muy quieto.
Aquellos ojos celestes verdosos recogían las últimas imágenes de este escenario que lo había cobijado desde la muerte de mamá.
Íntimamente deseé que el reencuentro con mamá sea lo más pronto posible porque, aunque no lo reconocía, la soledad fue minando su espíritu dicharachero, jocoso y vital. Permanecía en silencio, pensativo, solo, y quieto.
Quería llegar a los noventa años. Se había hecho esa promesa desde que junto a sus hermanos festejara el cumpleaños de la Tía Negra en Rufino, en el extremo de la Provincia de Santa Fe.
No pudo ser... Quedó a las puertas de ese compromiso.
Desde el fallecimiento de mamá quedó viviendo en casa. Para cualquier hijo es una difícil experiencia. Aún cuando produjo un vuelco radical en las rutinas de mi hogar, y requirió de todos una gran cuota de comprensión, resignación, solidaridad y respeto a una decisión que ya no tenía regreso.
Fueron cuatro años en los que en verdad conocí mucho mejor a mi padre. El accidente en el que se fracturara la cadera, un día después de sepultar a mamá, sus movimientos quedaron limitados y ya no pudo desenvolverse solo, como entendía debía ser. Tuvo que aceptar que lo aseara bajo la ducha; lo afeitaba, y lo ayudaba a movilizarse por toda la casa.
Reíamos con frecuencia por todo esto y, aunque mostraba algunas flaquezas en determinadas ocasiones, lo alentaba a seguir en el entendimiento de que lo que Dios haya dispuesto debe ser aceptado con resignación.
A menudo lo descubría llorando y eso lo avergonzaba. Ahora pienso que tal vez debí haber sido un tanto más contemplativo en ese sentido pero, al momento de decidirlo, no había lugar ni tiempo para analizar los procedimientos y los pasos a seguir.
No quería que cayera en una depresión inmanejable e intentaba sostener su autoestima elevada, así las cosas serían más sencillas.
Cuando se lo reprochaba solo decía:

- “Perdóname, hijo...”

Todo ese tiempo fuimos aprendiendo –juntos- a vivir de otro modo a la vez que alentaba una relación que terminé agradeciendo. Además me sirvió para estrechar los vínculos con mi único hijo varón, de casi veinte años, y con el resto de mi familia.
Esta circunstancia, inesperada por cierto, le otorgó al vínculo familiar valores que hasta ese momento no había descubierto en su totalidad.
Mi esposa advirtió la necesidad de aliviarme la tarea y aportó de si todo lo que pudo, y se lo agradeceré infinitamente.
Papá era un tipo cautivante, aparentemente seguro de sí mismo y que parecía no necesitar de nadie. Sin embargo, en las situaciones de difícil solución lo atormentaban.
Fue reconfortante verlo llorar alguna vez porque fue la forma de descubrir que eso también era cosa de hombres. Y yo no tenía dudas de su hombría, como tampoco de su honestidad, de su generosidad y de su sensibilidad.-
¡Cuánto admiré en el cúmulo de historias y vivencias que compartía generosamente con quien quisiera oírlo! Reiteraba cada una con puntillosa claridad y una fidelidad que sorprendía. Tenía cosas para contar porque las había vivido...¡ intensamente!
No había rincón o lugar que le resultara desconocido como si a medida que fue viviendo, marcaba su territorio. Así, llegar al punto más recóndito y no hallar algún compañero de trabajo, jugador de fútbol, algún humilde hachero con los que no se diera un abrazo, un apretón de manos y soltara sus carcajadas tras un chiste o un comentario irónico, eran una constante...
Nunca se le habría ocurrido escribirlas o no hubiera podido. Si bien se leía todo lo que podía o lo que juzgaba de su interés, la sucesión de rudos trabajos que desempeñara a lo largo de la mayor parte de su vida, le habían endurecido las manos. Ya solo lograba firmar con cierta soltura y solo mantenía cierta solvencia con las matemáticas.
Eso es -tal vez- lo que me mueve a ésto. O quizás el respeto y el afecto que le tuve. Por la enorme generosidad que mantuvo con todos. Por agradecimiento simplemente. Porque, aunque no fue un triunfador en los términos de una sociedad que se torna cada vez mas hipócrita y egoísta. Por nunca nos sobró nada pero tampoco nos faltó. Porque aunque solo supo de esfuerzos y trabajos duros dejó este mundo con una sonrisa, hasta el último momento.
Tengo la mitad de sus años y siento que las cosas vividas, las anécdotas recopiladas y los escenarios que transité, merecen algunas horas diarias frente al teclado del procesador para volcar todo aquello que mi memoria haya preservado sin esfuerzo, para que lo compartan en el seno de mi familia, con los nietos. Para que lo aprecien aquellos chicos del vecindario en mi recordado Machagay.
Los compañeros del colegio; amigos que cultivé a lo largo de estos cincuenta años; los enemigos que siempre tienen su lugar aunque no lo merezcan, y aquellos que, cuando te oyen contar ciertas historias solo se les ocurre preguntar: “¿SERA CIERTO?”



Tomada la decisión de escribir resta ordenar lo que merezca ser contado. No interesa, por lo menos así me parece, el orden cronológico. Prefiero desatar aquellas que me han conmovido, vincularlas con las enseñanzas de aquellas personas que me ayudaran a crecer aunque no sean “mi familia” y dejar que quienes decidan leerlas se emocionen , rían o -simplemente- disfruten como yo.
Hace algunos días, releyendo una carta que le habría de enviar a mis hijos en Buenos Aires, sentí unos irrefrenables deseos de llorar. Me había superado la nostalgia y supuse que lo que me acontecía, era también una manera de ser feliz. Ojalá a los lectores les acontezca lo mismo con estos relatos.-

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